Bastantes
adultos
consideran
que
los
niños
pequeños
no
comprenden
la
muerte
ni
se
sienten
afectados
por
ella,
pero no
es
así.
Esta
falsa
idea
se
desprende
de
su
forma
de
comportarse
muchas
veces
como
si
no
hubiera
pasado
nada.
El
niño
tiende
a
vivir
más
en
el
presente, tiene
lapsos
de
atención
más
cortos
y
se
distrae
con
facilidad,
por
lo
que
son
más
las ocasiones
en las
que
puede
olvidarse
de
su
aflicción, actuando
como
si
nada
hubiera
pasado.
Eso
no
quiere decir
que
haya
olvidado
al
difunto
o
que
no
lo
eche
de
menos
.
Diversas investigaciones comprueban que los niños son conscientes de la muerte y pueden sentir una gran aflicción por la de un ser querido. Los niños alcanzan un entendimiento de ambos, enfermedad y muerte, en diferentes etapas, a través de un proceso que depende de su nivel evolutivo y madurez cognitiva, más que de su edad cronológica.
Generalmente a partir de los nueve años los niños poseen una noción madura de lo que significa morir, aunque esta edad puede verse considerablemente disminuida, y así se ha demostrado que algunos niños muestran conciencia de la universalidad de la muerte tan pronto como a los cuatro años. Estudios realizados con niños que padecen una enfermedad terminal han revelado por ejemplo que, como consecuencia de su experiencia directa y cotidiana con ella, tienen de la muerte un conocimiento más exacto, completo y profundo, que niños saludables de su misma edad.
Otras experiencias personales (muertes de parientes cercanos, de animales domésticos, ideas transmitidas en la familia y en la escuela, etc.) también pueden favorecer el que los niños de corta edad consideren la muerte como universal e inevitable.
En general, el desarrollo del concepto de muerte va a depender de tres factores: su nivel de maduración, su experiencia y el conocimiento del tema a través de la información aportada por otras personas (ej: padres, abuelos, profesores, etc.).
Las teorías acerca de la adquisición de concepto de muerte en sucesivas etapas representan una expansión de los trabajos originales que realizó Nagy (1948) en niños húngaros de la posguerra. Basándose en sus resultados, Nagy definió tres etapas principales en la adquisición del concepto de muerte: la muerte como partida o sueño, la muerte como hecho negativo inevitable que es consecuencia de malos comportamientos, y la muerte como una experiencia universal que representa el final de la vida corpórea. Algunos autores, posteriormente, han corroborado estos hallazgos aunque otros no.
Actualmente, más que el establecimiento de una serie de etapas, los estudiosos del tema indican una serie de ideas asociadas a la muerte relacionadas con un rango de edad (Die trill, 1996, Lafuente, 1996). Estas son las siguientes:
Hacia los cuatro o cinco años los niños empiezan a desarrollar algunas nociones acerca de la muerte por ejemplo, el niño observa que la ausencia de movilidad es una característica de los organismos muertos. Piensa que la muerte es algo temporal causado por una fuerza externa de la
cual no es imposible el rescate, y que los muertos comen, oyen, respiran, ven y piensan. Durante esta etapa rige el pensamiento mágico. Es por ello que con frecuencia la enfermedad y la muerte se perciben como un castigo por malos pensamientos o acciones. Se asocia la muerte a la vejez y no se relaciona con las personas próximas, ni consigo mismo.
A medida que el niño crece, su experiencia le lleva a conocer otras cosas que pueden provocar la muerte además de la vejez: accidente, enfermedad y violencia.
Entre el quinto y el noveno año (etapa escolar) el niño comprende que los organismos muertos no sólo permanecen inmóviles sino que también desaparecen. Fantasías y realidad se siguen confundiendo en la mente del niño, de modo que no es sorprendente que relacione la muerte con el sueño o con un ser sobrenatural.
A partir de los nueve años, la mayor parte de los niños, poseen un concepto maduro, abstracto de la muerte que implica: universalidad, irreversibilidad y permanencia (Die Trill, 1996).
En cuanto al proceso de duelo, los niños suelen pasar en su duelo por etapas similares a las descritas en los adultos (Lafuente, 1996). Los síntomas más comunes del duelo infantil son conducta regresiva superdependiente, miedos, ansiedad de separación, trastornos del sueño, problemas de disciplina, impaciencia y desasosiego, dificultades de aprendizaje, trastornos de la alimentación, enuresis, conducta agresiva, conducta inhibida, aislamiento social tristeza, depresión, fantasías de muerte, quejas somáticas, sentimientos de culpabilidad, de desamparo y de rechazo, rabietas, y explosiones emocionales (Lafuente, 1996).
Cuanto más pequeños son los niños más probable es que muestren síntomas conductuales (Lafuente, 1996).
En nuestra sociedad es bastante habitual mantener apartados a los niños de la muerte y de cuanto la rodea y, con frecuencia se les oculta información o se enmascara, proporcionándoles información deformada y equivoca. No es raro que se le diga a un niño pequeño que quien ha muerto se ha ido de viaje, que ha sido trasladado a otro hospital, que es como si se hubiera dormido, o que se ha ido al cielo. Todas estas imprecisiones pueden acarrear más inconvenientes que ventajas (Lafuente, 1996).
Por ejemplo, la última explicación resulta lógica en una familia creyente, pero provoca discrepancias en una que no lo es. Y en cualquier caso, si no se le dan explicaciones precisas al niño, éste puede pensar que el cielo es un lugar distante, pero del que se puede volver. La explicación que utiliza la metáfora del sueño, puede conducir a que el niño considere que irse a dormir es peligroso. El viaje o el traslado no son sino una forma de demorar la noticia.
Hablar con un niño acerca de la muerte suscita elevada ansiedad en los adultos, pero es importante que fomentemos una comunicación clara en las familias donde se ha producido la muerte de un familiar significativo para el niño.
Debemos tener en cuenta que el nivel cognitivo y la experiencia de un niño son menores, por lo que es más fácil que haga inferencias erróneas si no se le ofrece información clara y precisa, o si no se le deja hacer preguntas. Por eso es importante proporcionar al niño una información veraz y adaptada a edad, así como permitir que nos pregunte, aclarando sus dudas, errores y temores. A veces los niños, como consecuencia de la pérdida, pueden temer otras pérdidas y esa ansiedad puede llevarles a conductas difíciles de comprender: se pueden mostrar, por ejemplo, muy ansiosos ante cualquier situación que implique separación respecto a sus figuras de apego.
No existe una manera apropiada o correcta de hablar sobre la muerte con un niño. Si existen términos que facilitan el diálogo y maneras de comunicarse que favorecerán la aceptación de la información por parte del niño, y la expresión de sus ansiedades. El tono de voz y el comportamiento no verbal frecuentemente transmitirán tanta información como la conversación misma. De ahí la importancia del contacto físico durante la discusión. Se debe hablar con sencillez y ser consistentes en la información que se transmite. Se deben evitar, asimismo, las explicaciones
demasiado detalladas que puedan confundir al niño, y los conceptos que se transmitan deben traducirse al lenguaje y nivel de comprensión del niño (Die Trill, 1996).
Se debe evitar el uso de eufemismos o palabras que pueden crear confusión o tener significados diferentes para el niño, utilizándose los términos “muerte” o “morir” cuando sea
necesario. Así, es más adecuado decir “Juan se ha muerto” que “hemos perdido a Juan” o que “Juan está haciendo un viaje del que nunca va a regresar”. Se debe aclarar, asimismo, que la muerte no es el resultado de malas acciones o pensamientos, así como se deben observar las reacciones del niño y responder a sus preguntas honesta y sencillamente (Die Trill, 1996).
Diversas investigaciones comprueban que los niños son conscientes de la muerte y pueden sentir una gran aflicción por la de un ser querido. Los niños alcanzan un entendimiento de ambos, enfermedad y muerte, en diferentes etapas, a través de un proceso que depende de su nivel evolutivo y madurez cognitiva, más que de su edad cronológica.
Generalmente a partir de los nueve años los niños poseen una noción madura de lo que significa morir, aunque esta edad puede verse considerablemente disminuida, y así se ha demostrado que algunos niños muestran conciencia de la universalidad de la muerte tan pronto como a los cuatro años. Estudios realizados con niños que padecen una enfermedad terminal han revelado por ejemplo que, como consecuencia de su experiencia directa y cotidiana con ella, tienen de la muerte un conocimiento más exacto, completo y profundo, que niños saludables de su misma edad.
Otras experiencias personales (muertes de parientes cercanos, de animales domésticos, ideas transmitidas en la familia y en la escuela, etc.) también pueden favorecer el que los niños de corta edad consideren la muerte como universal e inevitable.
En general, el desarrollo del concepto de muerte va a depender de tres factores: su nivel de maduración, su experiencia y el conocimiento del tema a través de la información aportada por otras personas (ej: padres, abuelos, profesores, etc.).
Las teorías acerca de la adquisición de concepto de muerte en sucesivas etapas representan una expansión de los trabajos originales que realizó Nagy (1948) en niños húngaros de la posguerra. Basándose en sus resultados, Nagy definió tres etapas principales en la adquisición del concepto de muerte: la muerte como partida o sueño, la muerte como hecho negativo inevitable que es consecuencia de malos comportamientos, y la muerte como una experiencia universal que representa el final de la vida corpórea. Algunos autores, posteriormente, han corroborado estos hallazgos aunque otros no.
Actualmente, más que el establecimiento de una serie de etapas, los estudiosos del tema indican una serie de ideas asociadas a la muerte relacionadas con un rango de edad (Die trill, 1996, Lafuente, 1996). Estas son las siguientes:
Hacia los cuatro o cinco años los niños empiezan a desarrollar algunas nociones acerca de la muerte por ejemplo, el niño observa que la ausencia de movilidad es una característica de los organismos muertos. Piensa que la muerte es algo temporal causado por una fuerza externa de la
cual no es imposible el rescate, y que los muertos comen, oyen, respiran, ven y piensan. Durante esta etapa rige el pensamiento mágico. Es por ello que con frecuencia la enfermedad y la muerte se perciben como un castigo por malos pensamientos o acciones. Se asocia la muerte a la vejez y no se relaciona con las personas próximas, ni consigo mismo.
A medida que el niño crece, su experiencia le lleva a conocer otras cosas que pueden provocar la muerte además de la vejez: accidente, enfermedad y violencia.
Entre el quinto y el noveno año (etapa escolar) el niño comprende que los organismos muertos no sólo permanecen inmóviles sino que también desaparecen. Fantasías y realidad se siguen confundiendo en la mente del niño, de modo que no es sorprendente que relacione la muerte con el sueño o con un ser sobrenatural.
A partir de los nueve años, la mayor parte de los niños, poseen un concepto maduro, abstracto de la muerte que implica: universalidad, irreversibilidad y permanencia (Die Trill, 1996).
En cuanto al proceso de duelo, los niños suelen pasar en su duelo por etapas similares a las descritas en los adultos (Lafuente, 1996). Los síntomas más comunes del duelo infantil son conducta regresiva superdependiente, miedos, ansiedad de separación, trastornos del sueño, problemas de disciplina, impaciencia y desasosiego, dificultades de aprendizaje, trastornos de la alimentación, enuresis, conducta agresiva, conducta inhibida, aislamiento social tristeza, depresión, fantasías de muerte, quejas somáticas, sentimientos de culpabilidad, de desamparo y de rechazo, rabietas, y explosiones emocionales (Lafuente, 1996).
Cuanto más pequeños son los niños más probable es que muestren síntomas conductuales (Lafuente, 1996).
En nuestra sociedad es bastante habitual mantener apartados a los niños de la muerte y de cuanto la rodea y, con frecuencia se les oculta información o se enmascara, proporcionándoles información deformada y equivoca. No es raro que se le diga a un niño pequeño que quien ha muerto se ha ido de viaje, que ha sido trasladado a otro hospital, que es como si se hubiera dormido, o que se ha ido al cielo. Todas estas imprecisiones pueden acarrear más inconvenientes que ventajas (Lafuente, 1996).
Por ejemplo, la última explicación resulta lógica en una familia creyente, pero provoca discrepancias en una que no lo es. Y en cualquier caso, si no se le dan explicaciones precisas al niño, éste puede pensar que el cielo es un lugar distante, pero del que se puede volver. La explicación que utiliza la metáfora del sueño, puede conducir a que el niño considere que irse a dormir es peligroso. El viaje o el traslado no son sino una forma de demorar la noticia.
Hablar con un niño acerca de la muerte suscita elevada ansiedad en los adultos, pero es importante que fomentemos una comunicación clara en las familias donde se ha producido la muerte de un familiar significativo para el niño.
Debemos tener en cuenta que el nivel cognitivo y la experiencia de un niño son menores, por lo que es más fácil que haga inferencias erróneas si no se le ofrece información clara y precisa, o si no se le deja hacer preguntas. Por eso es importante proporcionar al niño una información veraz y adaptada a edad, así como permitir que nos pregunte, aclarando sus dudas, errores y temores. A veces los niños, como consecuencia de la pérdida, pueden temer otras pérdidas y esa ansiedad puede llevarles a conductas difíciles de comprender: se pueden mostrar, por ejemplo, muy ansiosos ante cualquier situación que implique separación respecto a sus figuras de apego.
No existe una manera apropiada o correcta de hablar sobre la muerte con un niño. Si existen términos que facilitan el diálogo y maneras de comunicarse que favorecerán la aceptación de la información por parte del niño, y la expresión de sus ansiedades. El tono de voz y el comportamiento no verbal frecuentemente transmitirán tanta información como la conversación misma. De ahí la importancia del contacto físico durante la discusión. Se debe hablar con sencillez y ser consistentes en la información que se transmite. Se deben evitar, asimismo, las explicaciones
demasiado detalladas que puedan confundir al niño, y los conceptos que se transmitan deben traducirse al lenguaje y nivel de comprensión del niño (Die Trill, 1996).
Se debe evitar el uso de eufemismos o palabras que pueden crear confusión o tener significados diferentes para el niño, utilizándose los términos “muerte” o “morir” cuando sea
necesario. Así, es más adecuado decir “Juan se ha muerto” que “hemos perdido a Juan” o que “Juan está haciendo un viaje del que nunca va a regresar”. Se debe aclarar, asimismo, que la muerte no es el resultado de malas acciones o pensamientos, así como se deben observar las reacciones del niño y responder a sus preguntas honesta y sencillamente (Die Trill, 1996).